Había transcurrido ya la mitad del viaje. El sol se elevaba en el firmamento, como de
costumbre; una costumbre milenaria que ponía en esa latitud, en julio, inclementes 33
grados de temperatura a la sombra. Dentro del autobús, ese calor, aumentado al menos en
dos grados, agobiaba a los viajeros; a unos más que a otros. Es posible que el clima de
aquel día le recordara un domingo un año atrás: la patera abarrotada, los gritos de sus
paisanos, el olor a sal y a sudor, los llantos de las mujeres y el calor abrasador. Pero esos
recuerdos no vinieron esta vez a robarle el sueño. Halem dormía plácidamente mientras el
aire seco esparcía a lo largo de la caja metálica que llevaba a otras 36 almas, el olor de
sus pies cansados. Al comienzo del viaje, el conductor había advertido por el altavoz que,
“razones de higiene, le hacían prohibir a los pasajeros quitarse el calzado durante el
trayecto”. Halem no debió entender el mensaje; de hecho, antes de que el conductor
terminara de hacer la advertencia, sus hediondos pies, ya reposaban desnudos sobre el
descansabrazos del asiento 22.
Durante las primeras horas de viaje, nadie dijo nada sobre el olor; todos lo soportaron
como al calor, que cedía al paso que entraba la noche. Pero para entonces el aroma de los
pies de Halem había invadido ya todo el autocar. En esa parada, subió el desafortunado
viajero que ocuparía el único asiento vacío que quedaba. Al llegar a su asiento, se topó
con los enormes pies desfigurados y también con la fuente del hedor, que, ante la
cercanía, le robó la frescura del aliento que traía de afuera. Con la delicadeza propia de un
hombre del primer mundo, intentó en vano despertar a Halem. –Eh, joven- casi le susurró.
–Eh, joven-, insistió; pero Halem no despertó. Aturdido, el nuevo pasajero, permaneció de
pies mientras el autobús salía de la zona de servicio ubicada en el pequeño pueblo de
Espadan. Ya de nuevo en carretera, el conductor advirtió la inusual postura del recién
abordado y llamó la atención por el altavoz: -¡sentarse por favor!-. El pasajero intentó
advertir mediante toda clase de señas y ademanes, que no podía ocupar el asiento
asignado. Unos minutos después, el autobús se detuvo; el conductor fue hasta el asiento,
despertó de un grito a Halem y le ordenó con firmeza…”caballero, baje los pies de allí y
póngase el calzado”! Halem entendió la parte de la orden que era obvia, bajó sus pies,
pidió excusas y se sentó correctamente en su silla. A los pocos minutos volvió a dormir.
En la siguiente parada, los pasajeros comentaban el incidente, el olor que les acompañó
durante el viaje y la suerte que tuvieron al no ocupar el asiento 22. Mientras tanto Halem,
mal leía un periódico en castellano, mientras mordisqueaba un bocadillo de tortilla
española.
Autor: Luis Carlos Agudelo Patino
Autor: Luis Carlos Agudelo Patino
profe muy interesante el cuento, bastante gráfico y anecdótico; tiene un halo de suspenso interesante.
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