Eduardo estaba de nuevo en su trabajo, como todos los días desde hace 15 años,
en ese que tanto le gustaba, en el que era testigo de la vida de todos, desde
donde podía observar cada uno de los movimientos de las personas y ser capaz
de encontrar a alguien entre millones de seres humanos.
Disfrutaba mucho de estar en ese lugar porque podía ser quien realmente era, sin
miedo a ser juzgado. Si por él fuera, viviría ahí, sintiéndose invisible, viviendo
entre la gente, estando en las calles, riéndose de todo sin que nadie,
absolutamente nadie se percate de su existencia, siendo parte de todo sin en
realidad ser nada, llenándose de la vida de otros y olvidándose de sí, de sus
problemas y vacíos existenciales.
Acabado el turno salió a la calle. Esta era la parte que odiaba, todos lo observaban
y se sentía extraño, intimidado, asustado, tocado y acosado. De repente, una voz
desde el otro lado de la calle gritó: ¡Es él! ¡Es el espía de aquellos que quieren
controlarnos! Y entonces todo el mundo empezó a gritarle y a arrojarle todo lo que
llevaban en las manos, periódicos ya leídos, vasos con restos del café de la tarde,
bolsas de agua para el calor, todo lo que podían arrojar sin perder gran cosa. Y su
ansiedad creció, no sabía ni dónde meterse para esconderse, no podía correr, ni
agacharse, estaba a la vista de todos, ¡Deseaba tanto ahora ser invisible! Sonó
una sirena y pensó que de pronto la policía vendría a salvarlo... Pero era sólo la
alarma de salida, el turno había acabado y era hora de partir a su casa. No podía
creer que se hubiera dormido y perdido 45 minutos de su valiosa vida de invisible,
estaba furioso por eso.
Autor: Ana Isabel De la Hoz Armenta
Bueno, breve y preciso relato
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