Las hojas secas que estaban en el piso
sonaban con cada paso que daba. La luna estaba en su máximo brillo, y entre las
ramas alcanzaba a entrar su luz, dibujando una silueta del bosque que me
cubría, y a su vez, me guiaba para evitar caminar en círculos. Si la cuenta no
me fallaba, en cuestión de 18 minutos ajustaría dos horas de estar caminando,
dos horas de estar huyendo.
Alcanzaba a sentir que cada vez
estaban más cerca, que sabían que mi cuerpo no iba a soportar más. El sentido
de culpa era tan grande que no quería girar la cabeza, solo quería avanzar.
Haberle dejado allí parada era como si hubiese cometido un homicidio sin
necesidad de usar un arma de fuego y sin que ni una gota de sangre se deleitara
con el aire al caer. El reloj no avanzaba, sin embargo la distancia se acortaba
y podía oír como entre ellos planeaban la manera de matarme. Para ellos, la
acción que podía remediar que el vestido blanco no hubiese servido para nada,
era estar 8 metros bajo tierra, o por lo menos, que mi corazón no funcionara
más.
La luz era cada vez más fuerte, solo
indicaba una cosa: la salida del bosque. En cuestión de pasos habría logrado mi
escape aun sintiendo como, con ira, cada uno de sus familiares susurraba en mi
oído que era el fin. Ya no había sombra alguna, la luz de la luna recaía
plenamente sobre mi vestido negro. Estaba afuera. Unos cuantos pasos más y el
plan salía a la perfección. Nadie ganaba, nadie perdía. A fin de cuentas si se
iba a hacer justicia. El agua sonaba, rebotaba contra las grandes rocas del
risco. Yo solo escuchaba mientras caía hacia ella.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario