Desde temprana edad, la Luna y el Sol habían sido guerreros respetados. Ambos, mujer y hombre,
eran considerados los mejores en combate. Con la habilidad de ella para lanzar flechas, y la
habilidad de él para el combate cuerpo a cuerpo, formaban una pareja perfecta.
Al finalizar una batalla en las tierras norteñas -de la que salieron victoriosos-, Sol se resguardó en
las montañas, donde se enamoró de una preciosa señorita parecida a las ninfas. Pequeña y grácil,
logró conquistar el férrico corazón del guerrero, logrando que abandonara a sus tropas, y a su
hermana. La Luna, celosa, decidió matar a la chica.
En una noche oscura llevó a cabo su plan. Solo una flecha envenenada fue necesaria para terminar
con su vida y desatar la furia de su hermano que, sin pensar en la sangre que los unía, la decapitó
cegado por la pérdida de su amante.
Cuando reaccionó, Sol, culpable, se lanzó por un barranco, rozando su armadura contra la tierra y
sacando chispas a su paso.
Los cielos, al presenciar esta eventualidad, decidieron darle la oportunidad al uno de disculparse
con el otro, y de que ambos pagaran por sus pecados; pero no sería tan sencillo. Cuando él estuviera
despierto, ella dormiría, y cuando ella estuviera despierta, él estaría en los brazos de Morfeo. Sin
embargo, para calmar el dolor de Sol y la culpa de Luna, los cielos permitieron que él le diera parte
de su brillo a ella, todo con el objetivo de que alumbrara en las noches más oscuras y fuera testigo
de las atrocidades, pero también bellezas, que ocurrían debajo suyo; para que así, por un lado, se
enterneciera al ver a los poetas, pero por el otro, intentara evitar la muerte de inocentes con su luz.
Autor: Natalia Restrepo Sanmartín
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