Solía
medir el parangón entre la pompa de blanco, monumental y barroco del panteón de
los cementerios con el mismo glamoroso frente igualmente blanco de la casa de
mi madrina, a donde iba acompañar a mi madre tomado de su mano. _”…porque si
algún día yo falto, ahí le queda su madrina mijo!”...Me lo recordaba con toda
esa majestuosidad que requieren carácter sumiso y de estricta obligatoriedad,
como mandan los sacramentos y las ceremonias formales. Entonces como nunca
extrañaba yo tanto el calzoncito corto ligero de estar en casa, descalzo y
descamisado bañado por el calor sofocante.
Entraba
y salía mil veces apurado sin razón, autoapostando carreras de mi casa a la
tienda y otra vez de regreso cada vez que me mandaban por “un sobre de carta y
un envelope” o por “ medio cuarto de manteca” o por “dos cucharones de leche”,
con el contundente:” …y espera el vuelto”. Yo mismo me conducía imitando con el
flameo del compás de mis labios el ruido apabullante del enérgico motor de mi
“carro”. Deseaba como nunca cambiar la visita mensual acartonada y tediosa
donde mi madrina por esta cotidianidad descomplicada de barrio polvoriento.
Pero
mi tarea seria era mirar los quehaceres de los cadáveres en sus ataúdes en cada
velorio al que asistía como edecán de mi madre. ¿ Cómoestará su cara después de
muerto?... ¿Podré verlo de cuerpo entero?... me preguntaba si el féretro estaba
cerrado; todo porque aspiraba averiguar más de lo que me habían contado, y
hasta poder conversar con mi padre fallecido cuantas veces me llevaran a
visitar su tumba. Muchos años después me acordé
del impactante ínterin que revelaba lo irónico de mi existencia: mi
mujer anunciaba la cena desde el comedor justo cuando me disponía a asegurar la
puerta que daba a la terraza. Cuando me dispongo a correr el pasador me detengo
un instante, miro al horizonte y descubro con horror una tétrica realidad
nocturna que aún me agobia: nuestra vivienda estaba cercada por cruces que
emergían de las tumbas vecinas.
Autor: Edgar Piña de San Marcos
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