Años han pasado ya desde que en una de mis clases de universitario, en un aula
a la que asistía con bastante gusto, completamente desconocida a mis ojos
comencé a distinguir a una mujer, de apenas sobresaliente apariencia, largo,
azabache y lacio cabello, con una singular inteligencia y complejas
interpretaciones del vivir.
La continuidad del quehacer académico hizo que la mujer y yo forjáramos amistad,
principalmente sostenida por conversaciones con profundo intercambio de ideas.
Una mañana muy lluviosa en uno de nuestros diálogos, describió sutilmente la
creación de ideas, con la particularidad de no tener un lenguaje que las
enmarcara, por lo menos no uno verbal, de códigos ni significaciones colectivas; a
pesar de mi creencia de que todo está hecho de contradicciones, no dejó de
sorprenderme como era eso de que alguien a partir del lenguaje pudiera referir un
mundo en el que este no existía.
Esa noche decidí viajar hacia alguno de esos lugares. Con poco éxito al comienzo,
luchaba por librarme de las cadenas que me imponía toda manifestación de
lenguaje, pero no pasó mucho cuando pude llegar al destino esperado; era una
dimensión incorpórea, amorfa, en la cual no se tenía percepción temporal alguna,
sólo inteligible por la generación de infinitas sensaciones. Todo ello se lo hacía
saber a mi compañera que como yo emprendía aquellos viajes.
Han pasado los años y cada vez visito más aquellos mundos, o mejor quizá debo
decir que cada vez visito menos este mundo. Muestra de ello fue una
conversación que tuve con una persona que también asistía al curso en el que
conocí a aquella mujer; la persona me afirmaba, dejando notar claramente en su
rostro un aire de sorpresa ante mi descripción de nuestra compañera de clase,
nunca haber visto a una mujer así.
Autor: Esteban Jaramillo Rojo
La redacción es muy forzada y no hay una historia interesante.
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