Estaba a mi lado. Comíamos las empanadas de mil trecientos que vendían detrás
de la unidad deportiva. Miraba sus manos, que agarraban con gusto la masa frita y
la llevaban a su boca... Sí, yo quería ser esa empanada. Quería estar bajo el
dominio que representaban esas rústicas manos; manos inútiles que no labraban
futuro, sólo la estúpida oportunidad de acercarme a sus labios. Labios secos,
ajados por culpa de las palabas sin ton ni son que profesaban, pero que
escondían, dentro de sí, las relucientes perlas blancas; jueces incisivos que me
desgarrarían la superficie y me lanzarían, en picada, al vacío. Yo con gusto bajaría
por ese túnel oscuro que atravesaba su pecho, dulce lugar donde anidaría mi
sueño cada noche, con la plena convicción de que me conduciría a su estómago,
territorio virgen; rincón donde el amor nunca había asomado, y yo, con mi
atrevimiento, lo llenaría de mariposas, en cuyas alitas estaría inscrito mi nombre,
no más para declararle jaque mate a la duda. Pero el viaje aún no terminaba.
Continuaba descendiendo por estrechos toboganes; las curvas me mareaban, sin
embargo, esperaba, paciente, mi destino. Cuando el trayecto culminara, me
arrojarías al exterior por un pequeño orificio, símbolo de la mayor creación artística
del ser humano; materialización de lo que ya fue; catarsis; purificación del cuerpo.
En fin, defécame, pues nada nos pertenece más que nuestra propia mierda.
Autor: Juan Camilo Valencia Bedoya
Una idea potente. Siento que le falta fuerza y contundencia, pero me divertí con la lectura.
ResponderEliminarSaludos.