jueves, 26 de marzo de 2015

El día de un maestro.

Pepeto siempre fue muy austero, nunca lo vi llevar prenda elegante y su cara
dibujaba una sonrisa permanente. Muchas veces pensé que estaba loco, pues
comparaba el dinero con las mariposas, no le importaba tener mucho, solo
guardaba un billete de cada denominación y los demás me los daba, decía: -todo
es tuyo, solo asegúrate de que no muera de hambre y que siempre tenga un
repuesto para la batería de mi reloj-. Se despertaba todos los días a las 5:45 a.m.,
sin falta, fines de semana, en su cumpleaños, en invierno. Abrías tus ojos con la
certeza de que él ya había empezado su día. Tomaba un vaso de jugo de naranja
y se iba a trotar 5,2 kilómetros, siempre la misma distancia, llevaba el registro de
los tiempos que tardaba en cada intento, obviamente se notaba una mejoría
sistemática y pienso que alcanzó tiempos que le habrían permitido ganar una
medalla olímpica. Vestía de forma modesta, una camisa manga corta, solo le
gustaban aquellas que tenían bolsillos a nivel del pecho, pantalones sobrios, de
cuándo en vez alguna correa y los mismos zapatos de cuero. Todos los días
después del baño se untaba un poco de colonia y se dirigía a su pequeño estudio.
Era profesor de matemáticas de profesión e historiador de vocación. Su única
pariente viva era su hermana, una gran arquitecta radicada en Pekín. Solo se
enamoró una vez,  me decía: -la música era una pérdida de tiempo para mi hasta
que la conocí a ella, ella me enseño a moverme al ritmo no de la música si no del
sentimiento, rompió mi corazón un sin número de veces y siempre la perdoné,
nunca la besé-. Al medio día salía de su estudio para almorzar y tomar el postre
con un vaso de leche, dormía 45 minutos y de nuevo iba a su estudio, allí con un
juego de lupas descubría los delicados detalles que guardan los billetes y
monedas de su gran colección. Al caer la noche, cerraba con llave y se preparaba
para la cena, prendía el televisor y cenaba viendo el noticiero. Luego de comer,
leía algo edificante. Alrededor de la media noche pasaba por mi habitación y me
decía: -que tengas un descanso en paz y si mañana no despertase sabes que te
amo-. Iba a su dormitorio, hacía unos rápidos estiramientos y dormía. Este era un
día normal del hombre que me enseñó a vivir.

Autor: Sebastian Martinez Arango

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