Su pequeña y delicada mano cayó lentamente mientras la última gota de vida salía
de su cuerpo con el último suspiro propio de cada muerto.
Aquellos que la habían conocido se encontraban en la habitación presenciando su
cuerpo sin vida.
-Ha muerto.
El llanto de la madre no esperó ni un momento luego de la afirmación y las
lágrimas corrieron por su rostro cual ríos por la montaña.
El padre, por su parte, se quedó inmóvil, estático, como si no hubiera escuchado
la afirmación. No hubo lágrimas, ni gritos, ni ataques de ira o frustración.
Simplemente se quedó allí, mirando el cadáver de su primera hija, el cadáver de
aquella que ya no le traería alegrías ni tristezas, ni decepciones, ni nada de lo que
una hija podía brindarle a su padre ya fuera bueno o malo.
La madre seguía llorando escandalosamente en la cama, su hija, su preciosa hija,
por quien había luchado tanto y tanto tiempo se había ido y no volvería nunca. Aún
recordaba el día en que había notado su embarazo y la alegría con la que se lo
había contado a su marido. Recordaba perfectamente sus nueve meses de
embarazo, sus antojos, sus fiebres y malestares, cosas que ahora ya no eran lo
suficiente como para llamarse recuerdos.
-¿Cuánto tiempo vivió? - Preguntó levemente mientras su esposa seguía llorando
desconsoladamente.
La mujer que ahora se encontraba junto a su esposa tratando inútilmente de
tranquilizarla levantó la mirada hacia la pared que se encontraba al otro lado de la
habitación.
-Siete minutos.
Autor: Alejandro Gaviria
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