A mí me encanta viajar, conocer los lugares y su historia, sé muchas historias, pero lo de
viajar sólo lo he intentado un par de veces, una de ellas encontré una enorme lámpara
amarillosa como un queso, a su lado una gran escalera custodiada por una lechuza que me
miró con una profundidad marina y luego me invito a seguir con un leve aleteo. Subí aquellas
escaleras en espiral acompañado por una sinfonía parisina pues fue allí donde nacieron estos
plácidos acordeones. En medio de la escalera había un café donde un hombre de tres metros
no paraba de tocar, todos los visitantes permanecían horas en este lugar atrapados por el vino
y la nostalgia de lo que fueron y no fue. Al terminar el recorrido supe que estaba sobre
aquella gran lámpara ya no tan amarilla, me planté sobre ella, me paré en la luna, pero la luna
en ese entonces era como para cien personas, pequeña, y no había lado oscuro porque ella
era feliz; es cierto, es otra historia, la luna es un ser que siente y vive, pero después lo
describiré en mis memorias... cuando estaba posado en ella se desplomó sobre el mar por los
bailes de los visitantes, esa fue la época conocida como la lechesiación, la luna se disolvió y
cada gota del mar parecía venida de la ubre de una vaca cósmica. Por fortuna eso dio paso a
la creación del ferrocarril submarino, ¿recuerdas a aquellas miles de personas que trabajaron
en el mar durante unos cuantos ciclos lunares?, es cierto, no hubo ciclos lunares en ese
tiempo, perdimos unos cuatro o cinco, por eso se compensa un día cada cuatro años. Lo sé,
eso es otra historia, no olvides pedirme una copia de mis memorias. El ferrocarril entonces
permitió separar el agua de la luna por medio de enormes esponjas que sólo absorbían leche
lunar. De allí nacieron las olas pues el mar se compenetró tanto con su nueva compañera que
cada noche intenta alcanzarla para sentirla nuevamente. Ya sé, no me desviaré más; con un
cohete que tenía en mis juguetes la pusimos nuevamente en órbita, al principio encajó en las
escaleras pero se alejó un poco pues no quería caer nuevamente, de ahí que el músico gigante
decidiera llevar su ritmo a París, que es lo más cercano a vino y luna. No he vuelto a ir a
aquel lugar desde entonces. Mi segundo viaje fue a Santa Rosa de Osos y allí comí
pandequesos hechos con leche lunar, los osos pardos, grandes maquinistas del ferrocarril y
amantes de la miel, hicieron un trueque con la leche, Doña Rosa, Santa desde que inventó
estos pandequesos, formó un pequeño estadero que se rodeó de casas y calles... otra vez, lo
siento. Cuando vuelva a viajar vendrás conmigo, será grato contarnos las dos historias.
Autor: Camilo Andres Valencia Devia
Muy bueno!
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