Yo lo único que quiero es libertad, pero esa palabra aquí suena ya a delirio. El
infeliz de Helmuth cada día se vuelve más agrio. Alguno de los dos ha de terminar
con el cuello roto si siguen tan severas sus estúpidas instrucciones. Que camine
de tal manera, que lleve el traje de esta otra, que salude no sé cómo. Maldita la
hora en que lo designaron mi tutor. Yo lo único que quiero es libertad. Salir al
jardín, jugar con mis muñecas y mi pequeño carruaje de madera, perder en
lodazales mi vestido, conocer el amor. Ah, el amor, ¿quién podrá ser? ¿Acaso el
joven Hans, el de la barba incipiente y los modales incorruptos? ¿Martin, tal vez, el
hijo de los Finnigan?
Sólo en las noches me llegan ligeros visos de felicidad. Mamá cae profunda y
entonces puedo usar su pintalabios y su corsé. Voy al espejo del cuarto de baño y
empiezo a desfilar mientras ondeo la mano a un público imaginario. Asumo
cámaras de fotografía desde todos los frentes, y poso sin recelo. Todos me
admiran y pelean a muerte en el tumulto por recibir alguna de las gotas de agua
del lavamanos que lanzo al cielo. Ese cielo es todo mío. Me figuro una canasta a
rebosar de chocolates y flanes de caramelo. Helados de fresa, quizá, sí. Hay
también vestidos infinitos, ojalá de esos que mamá compra a ese sastre italiano, el
de la nariz inconmensurable. Entonces me posee la auténtica embriaguez de la
plenitud, como un águila punzando mis entrañas.
Todo se derrumba cuando aparece el infeliz de Helmuth. Toca la puerta, y grita,
con esa voz suya de chimenea:
—No puede dormir más, general. Es usted el canciller de Alemania.
Autor: Eduardo Correa Rivera
Chévere!
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