Le temía a vivir en un mundo en el que el miedo ya no estuviera presente, había disfrutado
tanto de ese pequeño destello de grandeza en la descomunal oscuridad, que ahora prefería
vivir en la perfecta imperfección de su mundo; uno lleno de esperanzas nulas y donde la
alegría se había convertido en un ataque poco recurrente del destino, de ese mismo destino
encargado de un día haberle mostrado su mayor pesadilla, su mayor alegría, su amor
infinito.
Él la vio por primera vez en ese parque lleno de música y gente cuando ya era casi de
madrugada, todo desapareció de la órbita de su cabeza, todo menos los ojos bicolor con
los que ella leyó su alma -al parecer fue amor a primera vista-.
A partir de ahí, todo fue caos, un caos del que aprendió a disfrutar a cada momento. Mirar
sus ojos era la calma que no podía encontrar en ningún otro lado; llegó a amarla más que
a él mismo. Eran dos seres rotos, complementaban mutuamente el vacío que ambos
llevaban dentro.
Para su infortunio, ella era indomable. La libertad brotaba por sus poros, convertir las
decisiones difíciles en cosas simples era su fuerte. Ella iba de cama en cama, de día quería
a uno, de noche a otro, en la madrugada ni a ella misma.
Ahogado en el dilema de intentar amarla a cualquier costa o intentar olvidarla por el
miedo que le causaba la espontaneidad e independencia de sus decisiones; en ese instante
fue cuando comenzó a perderla, aunque nunca la hubiera tenido.
Ahí fue cuando se dio cuenta que le tenía miedo a ya no tener nada a qué temerle, cerró los
ojos, aguantó la respiración y dejó que ella tomara la última bocanada de aire, aire puro y
libre, como sus sentimientos.
Autor: Alfredo Steven De Villeros Severiche
Muchos clichés y lugares comunes. Los cuentos deben atrapar desde el principio, y con este no sucede esto. Uno desiste de leerlo. Por lo menos, ese es mi caso.
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