En épocas remotas, cuando se vivía sencillamente y la única preocupación era obtener el
sustento de cada día, Abraham, un niño de apenas 11 años, empezaba a mostrar interés por
conocer más allá de lo que le permitían ver sus ojos. Abraham era un niño intrépido y
audaz, percibía el mundo de una manera distinta a como lo hacían las demás personas de su
aldea. Jugaba con su mente, o más bien, su mente jugaba con él. Las tardes las dedicaba a
tapar los agujeros hechos por las hormigas, se fascinaba al ver cómo aquellas diminutas
criaturas creaban extensas colonias y sostenían una sociedad fuerte y equilibrada. Al ocaso,
observaba en el horizonte las siluetas de sus criaturas favoritas: las gaviotas. Jugaba a
contarlas mientras volaban incesantemente. Eran sus favoritas porque poseían la cualidad
de ir de una costa a otra, capturando a su paso miles de imágenes de escenarios
extraordinarios. No se imaginó en aquellos tenues crepúsculos de otoño, que en algún
momento seguiría su ejemplo: migraría hacia donde su imaginación le abriera paso. Cada
noche, al llegar ese anhelado descanso en el que naufragaba en un mar de armonía y
tranquilidad, soñaba. Soñaba con cascadas enormes, con praderas verdes y con árboles
frondosos y gigantescos. Le encantaba soñar. Cada vez que soñaba deliraba por conocer
algo nuevo. Al despertar sentía satisfacción, y a la vez, impotencia y desilusión por no
poder recordar todo lo que acontecía en su profunda inmersión. Así pasaban sus días.
Una noche, acostado bajo el firmamento, mirando intensamente hacia el cenit, vio una
estrella fugaz. Era la primera vez que lo hacía. Su cuerpo no reveló ninguna reacción, pero
en su interior, se deleitaba con una lluvia de emociones. ¡Era increíble lo que la naturaleza
podía mostrarle! Cada expresión de ésta lo deslumbraba. Sin motivo aparente y como una
idea espontánea, decidió pedir un deseo la próxima vez que observara una estrella moverse
en el firmamento. Al caer la noche, se acostaba fielmente bajo la fresca hierba y se
dedicaba a esperar a que alguna estrella fugaz apareciera. Pasaron días y días, Abraham no
perdía su entusiasmo, regresaba cada noche a su lugar privilegiado y esperaba
pacientemente la llegada de aquella estrella. Al soñar, veía nuevos escenarios, paisajes
llenos de color, llenos de ilusión. Soñaba con un vasto océano, azul como cielo de verano,
en cuyas aguas, una manada de delfines exponía la más esplendida escena de libertad. Otras
veces, soñaba con imponentes montañas de picos nevados, elevándose sobre extensas
planicies donde florecían las más hermosas especies de amapolas.
Una noche de invierno, Abraham cerró sus ojos, y al soñar visualizó una horrenda masacre.
Soñó que las hormigas asesinaban cruelmente a las gaviotas. Fue su primera pesadilla. Su
corazón latía rápidamente, estaba desconcertado y confundido, abrió sus ojos de un
pestañeo, y en ese preciso instante, vio una estrella fugaz cruzar el firmamento. Se llenó
aún más de confusión, pidió su deseo, respiró hondo, y al término de su exhalación, volvió
a quedarse dormido. Desde aquel momento, Abraham se adentró en sus sueños. Su deseo se
había hecho realidad, ahora se hallaba explorando los horizontes de su imaginación. Nunca
más volvió a despertar.
Autor:Leonel Alfonso Quiroz Guzman
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