La noche anterior Marcelita le había dicho que lo quería y se lo demostró con un
fugaz acto de amor; era ella la que más disfrutaba ver como en una cara tan
angelical y en un cuerpo que todavía parecía de niño, se ocultaba un habilidoso
con el cuchillo, un matón de fama.
Ricardo sabía lo que significaba Marcela, en el barrio los hombres soñaban con
ella; y era por eso que diario se arreglaba hasta los excesos antes de pisar la
calle. Pasaba horas enteras engominándose el pelo, escogiendo y combinando la
ropa, lustrando los zapatos y echándose una colonia de olor extravagante que su
madre detestaba; ¡mamá, hasta el cuchillo debe oler bien! Marcela, cuando nadie
los veía, lo agarraba a besos en los cachetes, en los labios y hasta en las cejas;
siempre supo que su cara radiante lo convertía en el mozo guapo con el que ella
soñó.
Caminaba por el barrio con aires de serlo todo y saberlo todo, el miedo parecía
pasar a su lado sin rosarlo, con la cabeza en alto decía que en ningún apuro se
achicaba; lo conocían sin conocerlo, lo miraban sin mirarlo y le huían con tan solo
sentirlo.
Creo que ando en la vida tomándome todo muy a la ligera, decía en charla. Lo
sorprendió precisamente esa ligereza entretenido mirando jugar cartas; el puñal le
dividió en dos un pómulo sin él alcanzar a alzar la vista; no sólo le habían herido
en su cara, le partieron en dos su ego.
Marcela abrió la puerta, dejó caer sus brazos sorprendida y antes de que él
alcanzara a abrir la boca dijo sin dolor: ‘Yo contigo no quiero nada, si así tienes
zanjada la cara, cómo será tu alma’.
Y a Ricardo… la cicatriz como un recuerdo le quedó.
Autor: Jose Alejandro Lozano Arias
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